Monday, August 11, 2008

las rivalidades

Hmmm,

 

“Lo mejor para México” es un termino muy repetido pero casi esotérico.  Lo de abajo nos deja ver que poco a poco nos convertimos en una democracia donde el actual político de sus actores no tiene nada que ver con el bien para México sino seguir la voluntad de la mayoría esto, asumimos, es lo mejor para México.  Pero en la realidad a veces lo es a veces no lo es.

 

Cuando un político tiene que tomar una decisión controversial como mantener política inflacionaria estable o darle independencia real al banco de México esto le cuesta capital político, en una democracia, que de alguna otra forma, si quiere mantenerse en el poder, va a tener que recuperar.

 

En nuestros gobiernos sexenales nunca hemos podido mantener un camino mas o menos fijo hacia un rumbo.  Creo que el juego de poderes y adaptaciones del aparato político es benéfico porque espero tienda a mantener un mismo rumbo aunque sea por pequeños cambios.  Los mas extremistas, de ambos lados, van a tender a perder poder poco a poco porque viendo capacidad de negociación y adaptación, como se a demostrado en reformas recientes, los moderados en ambos lados logran cosas y con esto la gente, que es la que decide, eventualmente lo notara y lo reflejara en las urnas.

 

Seré muy positivo?

 

Rodrigo Cotera

 

 

Los codependientes

Denise Dresser
11 Ago. 08. REFORMA

Hay nombres y hombres ineluctablemente unidos por la rivalidad. Mozart y Salieri; Trotsky y Stalin; Muhammad Ali y Joe Frazier; Alexander Hamilton y Aaron Burr; Sherlock Holmes y Moriarty; Batman y El Pingüino; Gladstone y Disraeli; Bill Gates y Steve Jobs. Todos ellos oponentes, todos ellos competidores, todos ellos enemigos formidables. No es posible pensar en el primero sin evocar al segundo porque sus batallas y sus odios los unen de manera permanente en el imaginario popular. Uno es némesis del otro. Uno es el "bête noir" del otro. Atados por la animadversión que se tienen, vinculados por la virulencia con la cual se confrontan, se vuelven parejas sin quererlo siquiera. La proximidad, la competencia, la tradición o el momento los colocan frente a frente y su antagonismo define la época que -para bien o para mal- contribuyen a moldear.

Es el caso hoy de Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador. A dos años de una elección difícil y divisoria, la enemistad entre ambos sigue definiendo los parámetros de la política nacional. A dos años de un episodio aún no aclarado, la rivalidad entre los dos continúa marcando los límites de lo posible. El Presidente todavía es blanco favorito de quien aspiró a su puesto y viceversa. El "pelele" todavía es obsesión para el "legítimo" y al revés. Felipe se muerde las uñas pensando en cómo frenar a Andrés Manuel y Andrés Manuel pasa noches sin dormir pensando en cómo acorralar a Felipe. Ambos elaboran estrategias en las cuales la eliminación del enemigo se vuelve primera prioridad. Ambos toman decisiones no en función del país que supuestamente quieren arreglar, sino de la persona a la cual quieren desacreditar. Nada importa tanto como meterle el pie al otro y sabotearlo. Nada preocupa más que impedir el avance del rival y contribuir a su debilitamiento. Y México paga el precio de esta confrontación cotidiana.

Porque "nada bello ha sido hecho con rivalidad, ni con arrogancia", en las palabras del escritor inglés John Ruskin. Las buenas rivalidades producen avances, pero las malas rivalidades desembocan en retrocesos. La sana competencia incentiva la innovación, pero la enfermiza obsesión genera hombres pequeños. Presidentes como Calderón que asumen posturas populistas cuyo objetivo real es ganarle la jugada a su némesis. Líderes sociales como AMLO que anteponen su antipatía personal y logran disfrazarla de diferencias ideológicas. Hombres panistas y perredistas que tiran la congruencia por la ventana cuando de amolar al adversario se trata. Adictos a una dinámica destructiva en la cual los protagonistas del pleito electoral del 2006 siguen librando la misma batalla, pero por otros medios.

El secuestro y asesinato del hijo de Alejandro Martí ha puesto de relieve uno de sus peores efectos. La falta de coordinación entre el gobierno federal y el gobierno capitalino. La falta de reconocimiento de un gobierno a otro y los obstáculos para la prevención conjunta del crimen que esto conlleva. La manera en la cual tanto el Presidente como el jefe de Gobierno intentan culparse el uno al otro. La relación ríspida que la política en cualquier parte entraña, pero exacerbada por las enemistades preexistentes. Felipe Calderón y Marcelo Ebrard compiten entre sí no para resolver sino para culpar; compiten entre sí no para enfrentar sino para eludir; compiten entre sí para ver quién puede lograr que el otro quede peor. En el ejemplo más reciente de una rivalidad que no ha sido superada, Ebrard se convierte en apoderado de su mentor -AMLO- mientras que el Presidente sigue insistiendo, palabras más palabras menos, que la izquierda es un peligro para México.

Tanto el Presidente como su principal rival parecen incapaces de evitarlo. Cada vez que pueden se pelean en un round de sombras sin fin. Dan patadas, sueltan golpes, reaccionan de manera visceral y no necesariamente racional. Colocan a su contrincante en la posición de enemigo público número uno y dedican una gran parte de su energía a pensar en él. Quizás ello explica por qué el gobierno y la oposición no toman las mejores decisiones ni asumen las posturas más inteligentes. Su rivalidad todo lo tiñe, todo lo afecta, todo lo determina. Con tal de parar a AMLO, Felipe Calderón desacredita un instrumento -la participación ciudadana a través de consultas- que el PAN siempre ha apoyado. Por su parte, AMLO parece estar dispuesto a usar la movilización popular para tumbar al gobierno. Calderón no exige la renuncia de Juan Camilo Mouriño porque hacerlo hubiera sido "aceptar el chantaje de AMLO". Por su parte, el PRD no promueve la vía legal para obtener su destitución porque ello entrañaría apostarle a las instituciones que tanto denosta. Calderón instrumenta una política de subsidios y control de precios que corre en contra de cualquier lógica económica, porque teme lo que el lopezobradorismo podría incitar en las calles. Por su parte, AMLO se encarga de recordarle que la insurrección desde abajo es un peligro en puerta. Calderón no promueve una política de fomento a la competencia vis ˆ vis Carlos Slim o las televisoras porque piensa que podría alienar a los pocos aliados que tiene. Por su parte, AMLO tampoco está dispuesto a confrontar a los poderes fácticos cuyo apoyo a veces necesita. Felipe Calderón no propone una reforma energética más ambiciosa porque cree que le estaría proveyendo de armas a su peor adversario. Por su parte, AMLO rechaza cualquier reforma a Pemex, aunque esa postura contradiga la que en su libro de campaña asumió.

Con tal de minar a quien han convertido en su némesis, los dos políticos -paradójicamente- le hacen daño al país y a sí mismos. Atrapados en una relación en la cual el objetivo primordial es desvirtuar al otro, comienzan a parecerse. Ambos se vuelven responsables del vacío de autoridad que lo peor del PRI, por default, empieza a llenar. Ambos se vuelven responsables de la falta de avances estructurales que el Banco Mundial, en su último indicador de competitividad, acaba de detallar. Ambos se vuelven culpables de los márgenes reducidos de acción, contra los cuales todo proyecto de reforma se estrella. Y aunque ambos insisten en que han puesto a México primero, su pugna personal sugiere lo contrario. La rivalidad entre Newton y Leibniz produjo avances increíbles en el mundo del cálculo; la competencia entre Lavoisier y Priestley llevó a descubrimientos invaluables sobre el oxígeno. Pero la codependencia desagradable entre Felipe Calderón y AMLO sólo revela aquello que la diosa Némesis combatía: "la frívola insolencia de los mortales".



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